Auto-exilio: En búsqueda de un “asilo emocional”

Auto-exilio: En búsqueda de un “asilo emocional”

  • February 28, 2021

Cuando emigrar va más allá de la aventura, la oportunidad y la conveniencia.

Sentada en un sillón, a 15 mil kilómetros de casa, de mi país, de mi familia de origen, de mis raíces. Acá, en otro lado, en Australia. En otra lengua, en otros mundos simbólicos y con nuevos códigos culturales. Buscando… ¿Buscando qué? Muchos dirían dinero, nuevas oportunidades, nuevos horizontes, aprender un nuevo idioma, mejorar mi perfil, viajar. Quizás un poco de todo eso.

Pero más allá de la lectura cotidiana de las razones para emigrar, se encuentra aquella que no es tan palpable. A veces ni tan palpable para aquél que la alberga. A veces tan etérea para ser puesta en palabras, para ser traída al estado consciente de la mente, que es el subconsciente el que termina decidiendo. Sí, la razón de re-encontrarse, de re-escribir una historia, de re-inventarse o a veces sólo de aceptarse. Aquella razón que motivó a dejar la zona de confort, el calor de hogar, los títulos profesionales, el estatus social, el privilegio de hablar en la lengua nativa, de conocer a tu vecino. Eso que se intercambió por ser un inmigrante, un desconocido, un viajero.

Y acá estoy, lejos, hablando de mi casa, hablándole a la imagen simbólica de mi padre y de mi madre, pero a la misma vez reconociendo que los he tenido cerca, a unos metros o centímetros y que quizás nunca me había sentido tan cerca de ellos como ahora que estoy en la distancia.
Y ahora, a miles de kilómetros de los escenarios de mis historias, de los lugares y protagonistas de mi dolor, llego a una terapia, porque en medio de verme conmigo como compañía, me doy cuenta que no es suficiente volar miles de kilómetros; mis deudas y equipaje emocional también viajaron conmigo. Pero ahora no le pertenecen a nadie más. Son mis propias cuentas pendientes, palabras no dichas, perdones no ofrecidos, caricias negadas y memorias atrapadas, que ni las distancias van a olvidar.

Y acá, en este sillón, en medio de la experiencia de ser inmigrante, llega la oportunidad de crecer, de llorar, de reconstruir una narrativa a la que le había estado huyendo, pero que traspasó fronteras y que ahora −ya no me queda otra opción− sino enfrentar y abrazar a mis demonios. Y qué mejor lugar que estando lejos, donde el chance de ser juzgada, reprimida o señalada se minimiza, y donde quizás ser yo misma sea una opción más viable, porque al fin y al cabo nadie tiene referencia de quien he sido.

Siento esa libertad de volar y abrazar mis raíces, y darme cuenta que responsabilizarse de lo propio cuesta y hasta duele, pero al mismo tiempo rompe cadenas de temores y miedos. Y en mi despertar, entiendo que no es la posición geográfica la que meramente hizo una diferencia en mi vida, sino que vale la pena aceptar mi condición humana de no ser perfecta, de saber que cometí y cometeré errores, que habrán opiniones a favor y en contra de mis decisiones, pero que no es al mundo externo al que hay rendirle cuentas. Es a mí. Que no es huir de quien soy: es parar, conocerme mejor, generar cambios que deseo y aceptarme.

Como psicóloga nativa del sur americano y migrante en un país como Australia, he tenido la fortuna de trabajar con personas de Latinoamérica, y he podido percibir que en una gran mayoría las personas que han llegado a mi consultorio andan en esa búsqueda interior. Que ir a vivir o estudiar al extranjero, aparte de todas las razones relacionadas con la decisión de emigrar: estudiar, trabajar, viajar, aprender inglés, etc., también se encuentra el volar lejos como un escape o como una ‘terapia’.

Una terapia para intentar olvidar amores, dejar en el pasado duelos inconclusos, culpas que atormentan, ganar independencia emocional lejos del nido de casa, probarse a sí mismos y a otros que sí pueden lograr sueños por ellos mismos, haberse dado otra oportunidad antes de acabarlo todo. Al fin y al cabo “qué más da si las cosas no salen bien, todo es ganancia, allá ni vida tendría”.

Un escape para no asumir errores y no pedir perdón, porque el orgullo duele y se espera que la distancia haga lo suyo y ayude a olvidar, y se espera que por ósmosis se genere, si no un perdón, por lo menos que la nitidez de las memorias se desvanezca.
Y se encuentra también aquel que escapa a los lujos excesivos que papá y mamá le han dado y que han manteniendo adormecidos el talento, el emprendimiento, la independencia. Y está dispuesto a asumir retos y cambios para permitir ese crecimiento personal, así en ello vuelva a encontrarse en una situación de vulnerabilidad e incertidumbre.

Un escape de los prejuicios y señalamientos de sus propias familias, de sus círculos más cercanos acerca de la diversidad de sexualidades. He atendido personas y parejas que su idea de viajar y estudiar fue la excusa perfecta socialmente aceptada, pero que su razón real era permitirse el disfrute pleno de una homosexualidad que a ojos de unos sectores es demoniaca y reprochable.

Una terapia o un escape para verse a sí mismo en una posición en la que necesita resurgir o saltar al vacío. En mi experiencia profesional, he notado cómo la gente despliega esas alas que no sabía que tenía y hace uso de su resiliencia, aquella que no había palpado hasta que en la soledad de la noche, se miró y recurrió a ella.

Y la pregunta surge: si estuviese allá en el nido de mi casa, en la conveniencia inconveniente de mi país latinoamericano ¿me habría hallado? Muchos piensan que quizás no. Es entonces donde se toca otro punto de la ecuación, y es la realización de saber y reconocer que no sólo hay una herida personal, sino una herida colectiva, de una sociedad marcada por una colonización que ha dejado huellas. Una sociedad heredera inconsciente de un repertorio de paradigmas e imaginarios colectivos tan limitantes como lo propios miedos paralizantes.

Cabe anotar que no sólo se relaciona con el inconsciente colectivo: cuando se debe usar una mayor parte del tiempo en cubrir necesidades básicas, no queda espacio y energía para pensar en desempacar el equipaje personal para evaluar dinámicas sociales, ni para hacer cambios estructurales internos y sociales.

Afrontar miedos y remover heridas es algo para lo que probablemente se necesita haber pasado de estar en un modo de supervivencia a un modo de vivencia, y para ello se requiere que al menos las necesidades básicas de alimentación, vivienda y seguridad sean satisfechas. En países latinoamericanos y otros alrededor del mundo hay millones de personas que no pueden ‘darse el lujo’ de elaborar sus traumas, porque su esfuerzo está destinado en asegurarse el cómo mantenerse vivo hoy.

Y es precisamente allí, donde estar en un país ‘desarrollado’, también colonizado pero a su vez colonizador, le permite a la mente expandirse y verse no sólo desde afuera sino hacia adentro, porque emigrar confronta, genera movimiento y dinamismo.

Por otro lado, a nivel de identidad cultural, se es posible en la cotidiana multiculturalidad de Australia conocer las propias raíces, ya sea a partir de la diferenciación de quien no se es o de las similitudes con otras culturas, razas y creencias.

Viajar suele verse como una ‘terapia’. Estudiar por fuera del país puede mirarse como una oportunidad. Hay quienes emigran en búsqueda de refugio y asilo político o religioso. También hay cientos de personas que buscan asilo emocional. Hay quienes al encontrarse consigo mismos dejan de escapar y vuelven a afrontar lo que significa responsabilizarse de eso que se llama equipaje personal. Hay quienes ya no necesitan seguirse exiliando y se quedan en sus países de origen, y hay quienes encontraron en su nuevo país otro sentido. Hay quienes eligen un lugar sobre el otro y quienes pueden negociar co-existir emocional y hasta físicamente en los dos países. Hay quienes sienten que al emigrar, como dice la canción de Facundo Cabral, ya no eres ni de aquí ni de allá.

En fin: cuando emigrar va mas allá de la aventura, la oportunidad y la conveniencia, no hay títulos, ni idiomas, ni dinero que igualen el trabajo personal que se puede realizar al volar fuera de tu zona de confort.

Escrito por Paola Andrea Vacarez Devia
Psicóloga y Trabajadora Social
Melbourne, Australia
Escrito originalmente para la 2da edición de la Revista Kronópolis, en Colombia.
https://www.facebook.com/RevistaKronopolis/

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